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Finalmente, se me acercaron en grupo para recitar una versión encantadora del acto del tumulto. Di que sí a la vida, purifica tu actuación, tómate un minuto para olfatear las rosas, lo de siempre. Tengo que admitir que hiceron un verdadero esfuerzo, limpiaron el armario de las bebidas y el armarito del cuarto de baño, me arrastraron a la calle para que me afeitaran y me cortaran el pelo, y organizaron una fiesta en mi apartamento, con todas las mujeres sin ataduras más deseables que conocían. Comprendí lo que estaban haciendo por mí y por qué. En su mayo parte por amistad, sí, y por eso les estuve y les sigo estando profundamente agradecido. Pero estaba también la otra cara de la moneda. A la gente no le gusta estar cerca de la desesperación, nuestra tolerancia por los auténticamente sin esperanza, por quienes han sido irremediablemente quebrados por la vida es sumamente limitada. Las historias de llorar que nos gustan son las que acaban antes de que nos aburramos. Comprendía que tenía amigos buenos y fieles en aquellos tres hombres, que eran todos para uno y uno para todos, y eran mis mosqueteros. Comprendía también que tenía que portarme mejor, por ellos. Me había convertido en su dolor de muelas persistente, su dosis de dolor de tripas, su úlcera. Tenía que ponerme bien antes de que decidieran curarse de mí.
Si la amistad es un combustible, su suministro no es interminable.